LA MALA HORA
Miré el reloj, pero no vi la hora. La mala hora llegó entonces; nadie la esperaba, nadie pudo escapar de ella, nadie podrá. Como usted, no olvidaré esa hora mientras viva: las 18.47 volverán a sonar cada tarde en el premioso reloj de mi memoria. Las 18.47 ya no será una hora concreta de un día determinado, en mí será un espacio ilimitado sin principio ni fin.
Decía Azorín que “el pasado existe, el porvenir existe también, lo que no existe es el presente, el presente es un hilo tan sutil que cuando queremos fijarnos ya estamos del otro lado”. Cuánta verdad. Mas ni su hondura pudo concebir una hora tan ausente, un tiempo tan muerto, un lapso perdido en el túnel de la tempestad, incubado por tantos silencios que exclaman, tantos gritos que callan…. En la oscura Macondo de García Márquez, tampoco se hubiera vislumbrado una hora más infausta.
Las 18.47 ya no es una hora; ni el 11 de mayo, una fecha inocua en el calendario; el frenético vaivén de nuestros días se vio frenado violentamente en ese punto, e hizo descarrilar el tren de nuestro efímero presente… La mala hora, la peor hora que imaginar se pueda, no marcaba sino el inicio de una historia de héroes anónimos, que se transportaría más allá del tiempo. Todavía hoy, la abnegación del pueblo de Lorca asombra y sobrecoge.
Aquel día, como usted, el miércoles 11 de mayo 2011, llevaba mi rutina con el entusiasmo que me insufla la profesión que amo. A esa hora, dirigía una tertulia más de este programa; pretendía analizar la actualidad de una jornada cualquiera. Pero aquélla no sería una jornada más; supondría una brusca inflexión en muchas vidas que verían con sus propios ojos la faz de la tragedia. La historia es conocida por todos: a las 18.47, una segunda sacudida sísmica asolaba Lorca, que apenas si se estaba reponiendo del estupor provocado por un terremoto anterior, que ya había causado los primeros estragos.
El devastador movimiento telúrico estremeció también Murcia; en nuestros estudios, situados en aquel tiempo en la 7ª planta de un enhiesto edificio de la capital, el crujido de las entrañas de la tierra nos sumió a todos en un angustioso desconcierto: cristales, techo, suelo y paredes vibraron al unísono; la pecera del locutorio se agitaba como poseída en medio de aquellas sacudidas sórdidas, cuyo origen desconocíamos. A duras penas, intentamos seguir adelante, con la duda terrible de no saber qué estaba pasando, ni a qué atenerse… Fue un instante eterno: nadie entendía nada, no comprendíamos bien la magnitud del desastre que se avecinaba, pero continuamos en antena con el alma en vilo; nos mirábamos incrédulos, unos a otros, y nos sentíamos pequeños, ínfimos, insignificantes. Inmersos en la vorágine, queríamos creer en buenas noticias, especulábamos con la posibilidad -y el deseo- de que fuera una réplica del primer seísmo, menos destructiva, nada mortífera.
Mas la realidad destrozaría nuestras vanas ilusiones; en ese preciso momento, el caos y el pavor se adueñaban de las calles. Al concluir el programa a las 19.30, nos topamos de bruces con una situación cada vez más dantesca; se cernía una tensión inaudita, en la que todo podía acontecer. Miles de personas no dormirían aquella noche; en la intemperie, velarían por los suyos; valerosamente harían frente a la adversidad.
A la mañana siguiente, Lorca enmudecía y los escombros hablaban; los dos terremotos de la tarde del miércoles (de 4,4 y 5,2 grados) la habían devastado. Lorca semejaba una población fantasma, y en sepulcral silencio se hacía recuento de la desgracia: nueve fallecidos, cientos de heridos, millares de personas sin hogar, unos dos mil edificios dañados, una treintena de monumentos históricos afectados… El balance era atroz.
Sin embargo, la ejemplar actitud de un pueblo ante la catástrofe ya daba la vuelta al mundo, los lorquinos protagonizaban episodios de altruista grandeza; y, siguiendo su estela, el reguero de la solidaridad se extendía por España entera; una nación unida por un mismo sentimiento, todos unidos para superar la mala hora, la peor hora que recordar se pueda.