Ha venido, según todos los indicios, para quedarse. Me refiero a la llamada Inteligencia Artificial, ese “artificio” –y nunca mejor dicho– que anda en la boca de tantos y del que el común de los mortales aún poco sabe. A lo sumo, están interesados más en sus posibles aplicaciones (lógicamente, en primer lugar, aquellas que nos hagan más sencilla la vida) que en sus intríngulis tecnológicos o macroaplicaciones para la industria, que queda más bien para los entendidos.

Quienes, además de interesados, se encuentran preocupados son aquellos que ven en estos semirobots, por denominarlos de una forma plástica y comprensible, unos competidores directos en el mercado laboral. ¿Son, serán capaces de sustituir a los humanos para desarrollar ciertos trabajos y, además, hacerlo, con menor dedicación de tiempo y con más acierto? Son estas características que todo empresario avizado, o todo gestor si nos fijamos en el sector público, valora y mucho por la cuenta –corriente– que le trae.

¿Hay razones para temer estos avances que ya están prácticamente encima de la mesa? Vaya por delante una consideración que la historia ha venido constatando desde que existen hombres sobre la tierra. Tendemos por naturaleza a ser en exceso apocalípticos, quizás por sentirnos afectados por la célebre ley de Murphy que nos hace presagiar que la tostada siempre caerá al suelo por el lado de la mantequilla. De ahí que, cuando aparece un elemento supuestamente perturbador de nuestra paz social o de nuestra estabilidad, tendemos a magnificarlo y a sentir, como consecuencia, un instintivo rechazo hacia él.

Si a eso le añadimos algo que hiere nuestro orgullo –¿cómo una máquina puede suplantar a un humano?– esa reluctancia aumenta y nos provoca recelos. Permítaseme recordar que, desde hace décadas, ya hay muchas máquinas que suplantan a los humanos en tantos quehaceres y el mundo no se ha desmoronado. Cierto que, en este nuevo nivel de la Inteligencia Artificial, se produce un salto cualitativo que induce a pensar que las máquinas puedan, por decirlo así y valga la redundancia, pensar. “Pienso luego existo”, podría firmar jactanciosamente el Chat GPT al modo del célebre filósofo francés, René Descartes.

Que va a suponer un antes y un después similar al que supuso la invención de la imprenta, no me cabe la menor duda, y así se lo he oído a sociólogos muy puestos y fiables. Cambiarán muchas cosas, pero no nos quedemos solo en las aparentemente negativas porque, como en toda tecnología, de todo hay en la viña del señor algoritmo.  Además, estamos solo en los inicios. ¿Destruirá puestos de trabajo? Seguramente, pero creará otros. Simplemente la sociedad tendrá que adaptarse, como ha hecho siempre.