Aprovechateguis siempre los ha habido en torno al poder, cualquiera que este sea, pero especialmente en el plano político y económico. Los despachos, los coches oficiales, las influencias hacen al ser humano particularmente vulnerable a los hechizos de acumular bienestar y riquezas, que no son tan oscuros objetos del deseo. Todo parece más fácil visto desde arriba. Además, como un jefe siempre necesita de subalternos, la tentación de adulación de estos hacia sus superiores está ahí; todo sea para conseguir favores y subir en la escala o en la consideración social, pues a nadie le disgusta un dulce.

Es este un caldo de corrupción tan viejo como el hombre mismo. Suele decirse que uno de los traumas más complicados de superar cuando alguien pasa del gobierno a la oposición es el hecho de que el teléfono deja de sonar, porque entonces las llamadas pasan a ser recibidas por los nuevos inquilinos del poder. Precisamente porque el poder suele tener, en las sociedades democráticas, un carácter transitorio o efímero, aprovecharse de él o de las personas que lo ostentan es una tentación a la que resulta fácil sucumbir.

Mucho se está hablando del caso Koldo, ese personaje que parece salido de una tradicional novela picaresca española y que parece responder más o menos al prototipo que acabo de dibujar, siquiera sea todavía presuntamente. El Pisuerga aún pasa, y todo indica que va a seguir pasando, por Valladolid; lo que a nuestros efectos significa que quienes se acercan al caudal de dicho río tienden a acaudalarse, en términos crematísticos. La información fluye de forma más fácil por los vericuetos o meandros del poder, y las posibilidades de hacer negocio con ella –con la información–, en superioridad de condiciones con respecto al resto de los mortales, aumentan.

Estar al lado de alguien con mando en plaza –sea este alcalde, gobernador, ministro o similar– es buena patente de corso para darse ínfulas de ser alguien, y para que te respeten. De ahí a abusar de dicha condición para no solo ejercer el poder de forma delegada, por la confianza del jefe, sino también para enriquecerse y subir en el escalafón social, solo hay un pequeño trecho. La erótica del poder existe y subyuga a quienes se acercan en exceso a su poder seductor.

A Dios gracias, no todos sucumben –ni mucho menos– porque siempre existen leales servidores de los demás en el ejercicio de las funciones públicas. Lamentablemente  no es noticia que alguien haga bien su trabajo, que haberlos haylos y muchos, sino que algunos se aprovechen de él para medrar, influir, amenazar y buscarse un seguro de vida para cuando deje de sonar el teléfono. Son los casi inevitables res-koldos de la política.

Carlos Barrera