Es España una monarquía parlamentaria. Es esta la forma política, como se la denomina en al artículo primero de la Constitución, del Estado español. Ha sido, desde la aparición en el mundo moderno de los llamados estados nación, su forma política predominante. Tan solo dos repúblicas, bastante efímeras, han roto esta tradición multisecular y, reconozcámoslo pues los hechos son los hechos, con escaso éxito a juzgar por su exigua duración y, en el caso de la segunda, por haber terminado en una guerra civil. El paréntesis, largo paréntesis sin duda, de la dictadura de Franco, desembocó en la restauración monárquica, no en ninguna república.

A estas alturas de 2024, nadie que se acerque con un mínimo de objetividad puede dudar acerca del papel que tuvo Juan Carlos I en la transición de la dictadura a la democracia. Me ahorro las explicaciones por obvias. Tampoco nadie está dispuesto seriamente a promover hoy en día el cambio de la monarquía por una república. Se prima, en definitiva, el valor de la estabilidad, y bastantes asuntos nos enfrentan ya a partidos y ciudadanos como para someter a escrutinio público otro no medular y hasta me atrevería a decir que innecesario, por más que, comprensiblemente, a más de uno le parezca anacrónica la institución monárquica.

¿A dónde quiero llegar? Leí, hace pocos días, que el rey emérito está preocupado por las cuestiones relativas a su fallecimiento, que por ley de vida se halla más cercano que lejano. También he leído que, en buena lógica periodística, muchos medios de comunicación están recopilando material para cuando se produzca lo que, eufemísticamente, se llamaba en el régimen anterior, “el hecho biológico”.

Un aspecto que preocupa bastante en el entorno de la Casa Real es la posibilidad de que el emérito fallezca fuera de España. Y lleva ya casi cuatro años residiendo en el extranjero. El traslado de sus restos, los honores que se le deberían, el lugar del enterramiento y, sobre todo, ciertas corrientes de opinión pública contraria que podrían desencadenarse, se manejarían con más facilidad si todo se produjera de fronteras para adentro. Todo sería, por decirlo en palabras sencillas, más normal y hacedero, más fluido.

Porque, además, lo normal sería que un monarca como Juan Carlos, sin sentencias judiciales en su contra y por todo lo que ha significado en la historia reciente de España, pudiera morir dignamente en su propio país y no en Abu Dabi. Los claroscuros de su largo reinado el tiempo los matizará debidamente. En todo caso, no conviene para la estabilidad de nuestro país que el deceso de una figura a todas luces prominente de nuestra historia se produzca, de forma cuasivergonzante, allende nuestras fronteras. Si se puede evitar, convendría evitarlo. Y cuanto antes, mejor.


Carlos Barrera