Al toque de queda de toda la vida ahora le llaman restricción de la movilidad nocturna. Es un invento más del alambicado lenguaje de la pandemia o, mejor dicho, de la lucha contra la pandemia, alumbrado en la sala de máquinas del equipo de comunicación de La Moncloa. Ya saben, Iván Redondo y compañía. Incluso, como las PCR, se podría escribir y pronunciar en siglas: la RMN. Todo sea por intentar quitar dramatismo a la situación en que nos hallamos: como si no nos hubiéramos dado cuenta después de siete meses que la situación, por más eufemismos que se empleen para explicarla, es lisa y llanamente dramática.

Se ve que lo del “estado de alarma” ya contenía suficiente carga semántica perturbadora como para añadir más leña al fuego y hablar de “toque de queda”. Como no tenemos mucha experiencia reciente en esas lides, salvo aquel decreto -¿recuerdan?- del general Milans del Bosch en Valencia durante la noche del 23 F, el imaginario colectivo lo asocia con tanques y ejército por las calles, y cosas por el estilo. De ahí la conveniencia, habrán pensado, de mitigar ese efecto y rebautizarlo como RMN.

Ocurre que uno, a ciertas alturas de la vida, es un romántico y…, ¡qué leches!, prefiere la añeja denominación de origen de toque de queda, que tampoco parece que vayamos a vivir tantos en nuestra efímera existencia terrenal. Ya dispuestos, se agradecería que, por arte de la llamada -otro palabro al canto- cogobernanza, las Comunidades Autónomas ordenaran que algún probo funcionario, bien formado y responsable, recibiera el honroso encargo de, sí, dar el toque. Que suene a las once de la noche y se oiga por todas las ciudades y pueblos. Sonaría como aquel anuncio de mi infancia de la familia Telerín: “Vamos a la cama que hay que descansar para que mañana podamos madrugar”. Y es que, en el fondo, nos tienen que tratar como niños porque, de lo contrario, no espabilamos.