Dirán algunos, y quizás no les falte razón, que la montaña parió un ratón o que para tal viaje no hacían falta esas alforjas, tal como reza la sabiduría popular. La comparecencia del lunes de Sánchez para decirnos que aquí no ha pasado nada, o que sí ha pasado pero que voy a seguir para que no vuelva a pasar, puede interpretarse como un cambio de opinión más de nuestro presidente, que tan acostumbrado nos tiene a ellos. Sea cual fuese el resultado final de sus reflexiones, ya nos había roto el saque por enésima vez: si se iba porque se iba, si seguía porque seguía cuando parecía que por fin se iba. Total: que volvemos a la casilla de salida y a otra cosa mariposa.

Esto de volver a la casilla de salida no significa, ojo, que nada haya cambiado. Porque esa casilla es la misma de su discurso de investidura cuyos ecos aún resuenan por el hemiciclo del Congreso: aquel en el que levantó –fueron sus propias palabras– un muro, su propio muro frente a los que no pensaban como él, es decir, quienes no le apoyaron, la derecha y la ultraderecha frustradas por un puñado de escaños birlados legítimamente en el sprint final de las elecciones generales de julio pasado. Su comparecencia del lunes ha sido lo más parecido a aquel discurso en cuanto a su esencia, aunque esta vez ha sido incluso más detallista a la hora de señalar a sus enemigos.

Conjugar en exceso el nosotros y ellos, los buenos y los malos, los héroes y las víctimas es típico de los populismos. Acierta Sánchez cuando se refiere a ello como uno de los males de las democracias enfermas, que bien puede ser la nuestra. Ocurre empero que él mismo y su partido no están exentos de culpa si hicieran un verdadero examen de conciencia. Y cinco días de retiro espiritual como los que se tomó bien podrían haber servido para hacerlo. La democracia y las libertades públicas son para todos, no solo para unos, y menos aún para quienes ostentan legítimamente el poder, cuyo manejo de los engranajes institucionales les hace incluso más peligrosos en este sentido.

No deja de resultar paradójico y sorprendente que Pedro Sánchez se presente como un ejemplo vivo, y casi un mártir cual San Sebastián asaeteado, del denominado lawfare, es decir, de ser víctima de un acoso judicial por motivos estrictamente políticos. Sí, tienen buena memoria, aquella doctrina invocada por Carles Puigdemont y los independentistas catalanes para hacer comparecer a jueces y magistrados ante las Cortes y preguntarles por las motivaciones de sus decisiones judiciales, para ponerles en el banquillo de los acusados. Bueno, pues a ese grado de surrealismo hemos llegado.

No nos asombran ya las “sanchadas” por más que perturben la paz de nuestra vida cotidiana, aquella que hace que el país funcione a pesar de las trincheras que levantan entre sí tirios y troyanos, indios y vaqueros, Pinto y Valdemoro, Ortega y Gasset, Sánchez y Feijóo… Allá ellos. Nosotros, a lo nuestro, a arrimar el hombro. Eso de “o yo el caos” es demasiado viejo como para creérnoslo, venga de donde venga. Nadie puede arrogarse para sí el monopolio de la democracia.