Es lo que tiene esto de ir desescalando de fase en fase hasta la nueva normalidad que quieren vendernos éstos incompetentes: al final, sales a la calle y vuelves a socializar después de sesenta día de estar encerrado y pensar que la relación con tus vecinos era verlos aplaudir.


Que, bueno, socializas desde detrás de una mascarilla, a dos metros y pico y en la cola que se forma ante la carnicería, la tienda del pan o la frutería, que tiene espacio para que cuatro clientes mantengan lo que llaman “distancia social”, ese nuevo invento de la neolengua populista, peo también un inspector especialmente gilipollas, empeñado en aplicar una normativa que no entiende pero, eso sí, con mucho celo.


Esto tiene de bueno -quizás sea lo único- que hemos aprendido a sonreír con los ojos. Porque con el bozal inevitable de las mascarillas, que antes no servía para  nada, luego no eran aconsejables, hoy son obligatorias y mañana pretenderán que nos la pongamos en los ojos para no ver sus desmanes, no puedes transmitir tu simpatía, tu solidaridad, con la gente que, en esas colas, no entiende que sigamos teniendo que esperar en la calle a que salga de pedir tres lonchas de lomo (pero que sean del centro, sin mucha grasa, un poco más delgadas) una cliente particularmente cansina o indecisa, pero con todo su derecho a serlo, dadas las circunstancias.


Sonrío, pues, con los ojos a un señor enmascarado, con boina y bastón, al que han hecho “corredor de bolsa” y han enviado a “hacer los mandados”. Noto que se ahoga tras el bozal. “Quítesela, hombre, que estamos a más de tres metros”, le digo. “Si es que nos van a volver imbéciles a todos”, me dice, expresando bastante más que el agobio por el embozo.


La gente, de cola en cola, constata que pasa más tiempo aguardando un turno muy estúpidamente establecido en el mayor de los casos, que pidiendo medio kilo de cerezas. Los comerciantes te reciben con un gesto de disculpa, avergonzados casi de que hayas tenido que esperar en la calle.


Pero hablas con muchos y te das cuenta de que nos han instalado en el miedo, en el “síndrome de la cabaña”, que dicen los especialistas. “Es que no se puede (aquí, “no se puede” no es otra cosa que que no lo ha autorizado el gobierno inútil), es que puede ser peligroso, es que no sé…”, y a las dos horas no es cierto;


Y ése es precisamente el problema: la gente no sabe. Y no sabe porque le están bombardeando constantemente  intentar creernos la bondad  de las medidas que mantienen contra toda razón datos contradictorios, con medidas que se corrigen a las tres horas, con improvisaciones como que se van a abrir las fronteras terrestres no sé cuando y a las dos horas es mentira; que se va a poder viajar de una provincia a otra, de una Comunidad Autónoma a otra a partir del 21 de julio, pero a lo mejor no.


Lo dicho, la gente no sabe. Y lo que es peor, los que gestionan este desastre, tampoco: con su imagen e ideología como prioridad, mienten, engañan, amagan, prometen en falso, intenta conservar ese poder de estado de alarma que tan bien les ha servido para hacer de su capa un sayo sin relación alguna con la enfermedad y los muertos que pesan ya sobe sus espaldas y son un cincuenta por ciento más de los que se atreven a confesar.


Y nosotros, los “desescalandos”, a intentar sobrevivir en medio de la confusión, el caos que nos quieren colocar como nueva normalidad. Pues no, oigan. La normalidad no nos la van a regalar quienes no han sido capaces de gestionar el problema. La normalidad, la nuestra, la que tuvimos que dejar a la puerta de casa cuando fuimos tan responsable como para admitir que nos encerraran y prorrogaran la condena a su conveniencia política, la tenemos que recuperar nosotros, paso a paso, acción a acción. Con respeto y responsabilidad, pero sin el miedo con el que quieren seguir teniéndonos amordazados y aplaudiendo.