Si ya antes de que nos azotara la pandemia se percibía un distanciamiento creciente entre los ciudadanos y los políticos, esa brecha no ha hecho sino aumentar en los últimos meses. Se quejan los políticos de que sus llamadas a la responsabilidad en nuestras conductas y hábitos de vida no son escuchadas. Se quejan los ciudadanos de que los primeros que no predican con el ejemplo, en cuanto a responsabilidad, son los políticos. Cunde y crece la desconfianza mutua. Si a eso le añadimos el componente de las filiaciones o simpatías ideológicas de cada cual, y además el de las diversas identidades autonómicas, tenemos los ingredientes para la tormenta perfecta.

La situación es poco menos que endiablada. Los mensajes tan diversos e incluso contradictorios que la población ha ido recibiendo desde que todo estalló en marzo no son el mejor acicate para pedirle confianza. La sensación generalizada es una mezcla de frustración y escepticismo. Las normas son las normas, desde luego, y aunque solo sea por el poder coercitivo con que se imponen, son de obligado cumplimiento. Pero ese espíritu combativo del “resistiré” de los inicios se ha mudado hacia una resignada obediencia en medio de la desilusión colectiva. Es difícil encontrar a alguien que no tenga motivos para sentirse enojado con los que mandan, sean estos los que sean, que cada vez –por cierto– se sabe menos quiénes son: si el gobierno, si el ministro Illa, si el doctor Simón, si las Comunidades Autónomas, si el Consejo Interterritorial de Sanidad, o Rita la cantaora. 

Se está extendiendo una sensación que podría resumirse en expresiones como: “que sea lo que Dios quiera”, “lo que tenga que venir vendrá” (da igual quién gobierne o desgobierne), “habrá que aguantar el chaparrón”, etcétera. No resultan ciertamente muy ilusionantes, pero así está el patio. Por supuesto que la pandemia es brutal, desconocida y nos ha pillado a todos, gobernantes incluidos, con el pie cambiado. En todo caso, ha faltado claridad y convicción en los mensajes políticos, ha sobrado a menudo arrogancia, y ha faltado empatía con el pueblo soberano… que cada vez se siente menos soberano.