El concepto de “regeneración democrática” no es nuevo. Creo que hasta un tal Matusalén ya lo manejaba con frecuencia en tiempos remotos, y eso sin exagerar. Por eso, cuando circula por las altas esferas de la vida pública, cuando habitualmente un político lo utiliza, me suena o bien a mantra manoseado hasta la saciedad o bien a escasez de argumentario y de recursos para sacar las cosas adelante.

De regeneración, en esta España nuestra, hablaba ya Felipe González cuando arrebató el poder a la exangüe UCD en la Transición. Lo mismo hizo, a modo de pagar con la misma monedad, José María Aznar con él en los años noventa. Volvió a repetirlo después Zapatero para diferenciarse de Aznar. ¿Y qué decir de los nuevos partidos que surgieron tras la gran recesión de 2008-2014 como Podemos y Ciudadanos? Se les llenaba la boca con lo de la regeneración democrática, que es lo modo positivo de aludir a la lucha contra la corrupción. Era la promesa de una “nueva política” contra la vieja representada por los partidos tradicionales. Al final –todos sabemos la historia– estos últimos se comieron a los emergentes que, más pronto que tarde adoptaron muchas de las formas de la vieja política que tanto criticaban.

Más difícil resulta creer en la veracidad de quienes proclaman la regeneración democrática desde el poder, como acaba de hacer el gobierno de Pedro Sánchez. Si por sus hechos, si por sus frutos hemos de conocerlos, la colonización de las instituciones que han llevado a cabo los socialistas y en la que siguen empeñados sencillamente no cuadra con esa declaración de intenciones. Prácticamente cada nombramiento o cada movimiento en el tablero político que realiza Sánchez parece contradecir ese afán regenerador.

Ver cómo se parapeta patéticamente el Fiscal General del Estado ante los varapalos varios que le están cayendo desde instancias judiciales, ver al ínclito Félix Tezanos al frente del CIS ejecutar encuestas-exprés de encargo para validar públicamente las decisiones del presidente del gobierno, y muchos otros episodios similares de los últimos tiempos invitan a pensar más bien que no se trata de una regeneración sino de –solo es cuestión de cambiar la letra inicial– una degeneración democrática.

Debiera ser la regeneración de la vida pública una meta verdaderamente compartida por sus principales actores y no una mera arma arrojadiza de unos contra otros, que es lo que fundamentalmente ha venido siendo. Pero el poder tienta demasiado como para dejarlo escapar y me temo que tendremos que seguir, en una aspiración de mínimos, intentando vadear la degeneración sin caer del todo en ella, que algo es algo. Me gustaría ser más optimista pero no encuentro motivos a los que agarrarme. La regeneración que hoy se nos propone es más bien una “pseudo” (prefijo de moda) regeneración.