Vivimos en una sociedad de ritmo acelerado en la que la instantaneidad, el conseguirlo todo pronto y ya se sobrevalora y, como una de sus consecuencias negativas, causa estragos, particularmente mentales. Decía, en su estribillo, una célebre canción de Queen aquello de “I want it all, I want it all, I want it now”. Es decir, “lo quiero todo, lo quiero todo, lo quiero ahora”. No vendría mal introducir aquí cierta reflexión antropológica porque, si llegáramos un día a tenerlo todo toíto todo y ahora… ¿qué nos quedaría por esperar para el resto de nuestra existencia? Que cada cual se responda pero esto sería muy pero que muy aburrido, poco emocionante.
Pero vuelvo a lo de antes. Y siguiendo con los símiles musicales, me viene a la cabeza esa canción de Fonsi que parece la antítesis de la de Queen: “Despacito”. Se refería, por supuesto, sí, a todo lo que ustedes están pensando, pero trascendiendo lo puramente sensual quedémonos –y nunca mejor dicho– con la copla, con su fondo: las cosas buenas, como el buen vino, necesitan su tiempo, ese tiempo del que nos sentimos cada vez más escasos y no por culpa de que los minutos duren menos de sesenta segundos sino porque no sabemos saborearlos, degustarlos, aprovecharlos.
Bajo ahora –y vayan mis disculpas por ello– al barro del periodismo y de la política, que es lo mío. Contra la fugacidad de la declaración va, declaración viene, tuit que te crió y contratuit tipo zasca que te vas a enterar, discusiones y más discusiones que no dejan ni un instante de respiro y reflexión, el “y tú más” que capitaliza las poco sesudas diatribas entre unos y otros, algunos abogan –en el ámbito anglosajón– por el llamado slow journalism (periodismo lento sería la traducción exacta), que estaría en las antípodas de las breaking news, de las píldoras informativas sin contexto, del mero recoger lo que se dice allí y acullá sin apenas elaboración, contraste ni análisis. Un auténtico servicio a la audiencia debería llevar a los periodistas a profundizar más, aunque lleve su tiempo, para que el periodismo no se convierta en una mera correa automática de transmisión de mensajes interesados.
También en la política podríamos abogar por lo que denominaríamos slow politics o “política lenta”, que fija sus objetivos más allá del resultadismo del impacto demoscópico de una decisión, o de una posición tomada, en los ciudadanos, más allá de la reacción inmediata y a menudo visceral contra el adversario, y que mira al medio y largo plazo en cuanto a proyectos, mensajes y visión de la sociedad y del mundo. Primar, en definitiva, la serenidad contra el vértigo continuo. El hipotético tiempo perdido en las mil y una confrontaciones de cada día bien se podría emplear en someter a reflexión tantos problemas reales que los políticos se resisten a abordar por su habitual visión cortoplacista y electoralista. Me podrán llamar utópico o el último romántico, pero prefiero mil veces esos sambenitos al de pragmático utilitarista. “Despacito, y buena letra –escribió Antonio Machado–: el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas”.